Yeni fue un sábado a Ocoa solo a decirles adiós a los muchachos

Yeni fue un sábado a Ocoa solo a decirles adiós a los muchachos

Por José Francisco Arias

Yeni marcó como su territorio de felicidad existencial a San José de Ocoa.

Y razón tenía para ello: entre sus montañas nació, desarrolló su niñez, alimentó una fauna de amigos con los que compartió esa niñez, quedando deslumbrado para siempre con tan sana y pura calidad humana y tan pródiga naturaleza.

Pero llegó el momento en que había que dejar aquello para, en la metrópoli, estudiar, formarse profesionalmente, y progresar en todos los sentidos.

Yeni se hizo profesional de la arquitectura, pero en todo el tiempo que se llevó alcanzar el título, siempre mantuvo el contacto con su Ocoa, con los que dejó allá y con los que como él optaron por ir a La Gran Ciudad en busca de progreso, pero sin desarraigarse de su origen.

Luego casó con Ana y procreó dos bellezas con ella: Anta Té y Pily… «Familita» feliz esa; como ninguna.

Y él, Rey de la casa entre sus tres mujeres.

Desde antes y después de conformar su familia, Yeni viajaba frecuentemente a Ocoa, especialmente los fines de semanas. Se reencontraba con sus panas de siempre y celebraba a su manera con ellos… En Rancho Francisco, en el Parque, en El Roble, y en cualquier otro rincón del pueblo donde se encontrara refugio para el jolgorio que implicaba una catarsis de diversión sana entre amigos sinceros, entrañables, solidarios y «cherchosos».

Después de conformar su familia siempre fue acompañado de sus tres chicas.

Pero hubo un sábado que se antojó de ir solo con Ana, sin sus dos consentidas preciosuras (probablemente la única vez que le dio con eso). A Ana le resultó extraño que Yeni estuviese tan resuelto a dejar a sus chicas en esta oportunidad, pero, «bueno, él lo que quiere es botar el golpe».

Y a Ocoa fue ese sábado Yeni. La celebración mayor fue en Rancho Francisco, con Chelo, Miguel y Homero… Varias horas de cervezas y cuentos. A Richard, atravesada su alma en esos días por un dolor que sólo él (Richard) sabía, se lo pudo encontrar por una de las calles del pueblo y manifestarle su lamento y solidaridad.

Sacó tiempo para su suegro, el doctor Ricardo Velázquez, con quien ansiaba hablar y tomar un par de tragos. Visitó una familia entre cuyos miembros había un enfermo.

Anduvo todo cuanto pudo y se encontró con todas esas amistades con las que la vida se le hacía tan placentera, tan feliz.

El domingo, que fue su día de retorno a La Gran Ciudad, pasó por donde Yanet, su hermana, para saber de ella y su sobrino Jean Carlos…

Todo bien… ¡Qué buen viaje…! ¡Cuánta satisfacción…! ¡Qué bueno es estar con gente que se quiere y que nos quiere…! Yeni feliz; lleno de vida.

En la tarde-noche del miércoles siguiente la fauna de amigos de Yeni recibía la noticia de que había muerto mientras se ejercitaba en un gimnasio de la Capital.

Ya podrán imaginarse como estaban sus tres chicas. Su hermano Yoni, El Mayor, se negaba a aceptar aquello, y decía entre lloros: «Yeni era la otra parte de mi vida».

Nadie lo quería creer. Estaba en salud. Jugaba baloncesto y se ejercitaba diariamente.

La información era cada vez más dolorosa mientras era confirmado su deceso por familiares y amigos en todas las latitudes donde los tenía, incluido Estados Unidos.

Comprobada su muerte por cada uno de los interesados en la noticia, quedaban descorazonados. «Yeni… ¡Tan buen muchacho…!».

El dolor fue demoledor para todos los que le conocían, pero, fuera de su ámbito familiar, donde más dolió su muerte fue en su fauna de amigos ocoeños, conscientes los muchachos de que el sábado antes él fue al pueblo solo a decirles adiós.

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