Por Ernesto Jiménez
“Cuando la sociedad humana llegue a una etapa en que sean eliminados las clases y los Estados, ya no habrá guerras… Esa será la era de la paz eterna para la humanidad”. Mao Tse-Tung
El nombre común para referirse al Estado chino, en mandarín, es Zhongguó, que significa País o Nación del Centro. Esto nos indica que los chinos, al igual que muchas otras culturas milenarias, pensaban que eran el centro del mundo conocido. Y hasta cierto punto, a lo largo de su historia, llegaron a serlo.
Al caminar por sus antiguas calles es posible apreciar edificios y monumentos que relatan historias del pasado imperial de una nación que en el siglo XVII era la mayor economía del mundo, con un poderío tal, que para 1620, la población china representaba un cuarto de la población mundial y contaba con una economía tan vigorosa que importaban el 50% de toda la plata producida en América. Sin embargo, las revoluciones industriales que se originaron en Europa a partir del siglo XVIII, junto a una serie de graves conflictos imperiales llevaron a que China adoptara políticas erradas de aislacionismo político y económico, que a la postre provocaron una severa pérdida de competitividad frente a occidente, y por consiguiente, desencadenaron su paulatina y muy dolorosa decadencia como actor relevante en el panorama global.
Ya entrado el siglo XX, las 2 guerras mundiales, entre otras convulsiones militares, económicas y políticos sacudieron brutalmente la sociedad china, y por supuesto, al resto del mundo. Lo que explica que, durante dicho siglo, este país pasó de estar dirigido por un emperador a ser una república nacionalista, para luego perder más de la mitad de su territorio ante el imperio japonés, para más tarde caer bajo el control de un régimen dictatorial nacionalista, y finalmente, en 1949, ser testigo de la victoria de una revolución comunista dirigida por Mao Tse-Tung.
Luego del triunfo socialista, el llamado “Camarada Mao”, implementó políticas económicas que, no obstante los logros iniciales, fueron ineficaces para llevar a esta nación al sitial de preeminencia que ocupó en siglos pasados. Como ejemplo de esto basta señalar que con el plan conocido como “El Gran salto Adelante” y la posterior “Revolución Cultural”, China vivió un período de estancamiento económico brutal que culminó propiciando la que es considerada la más grande hambruna en la historia moderna de la humanidad.
En 1978, tras la muerte de Mao Tse-Tung, asume el mando el presidente Deng Xiaoping, quien inicia una serie de reformas económicas llamadas “Socialismo con características Chinas”, con el objetivo de salir del atraso estructural en que se encontraba la economía y la sociedad de esta inmensa nación. Este programa de reformas básicamente consistió en pasar de una economía de planificación central a una economía de libre mercado, regulada en áreas sensibles para el Estado, por el partido comunista chino. La idea troncal planteada por Deng Xiaoping es que el deber fundamental del Estado es garantizar el desarrollo económico y el bienestar del pueblo, sin importar la ideología, sistema o modelo económico que se utilice. Y la verdad sea dicha, el pragmatismo de este mandatario chino rindió frutos espectaculares.
Los resultados de la apertura económica que se inició a finales de la década de los 70 son paradigmáticos e impresionantes. En 30 años de crecimiento ininterrumpido (media anual de 10 % del PIB), China se ha convertido en la 2da economía del planeta con un PIB nominal superior a los 11 billones de dólares, es el mayor exportador de mercancías del mundo y el 2do mayor importador y han sacado de la pobreza a más de 600 millones de personas (70 % del total mundial), lo que representa la mayor movilización socio-económica de toda la historia de la humanidad. Todos estos logros dan testimonio del poder transformador de la economía de mercado bajo el ente regulador del Estado, lo cual, por sí solo debe servir de ejemplo para el resto de las naciones en vías de desarrollo.
Sin lugar a dudas, China está volviendo a ser el centro del mundo, principalmente porque han entendido una valiosa lección: lo importante no es la ideología o la teoría que más se ajuste a nuestra predilección, lo que vale es garantizar el bienestar, la libertad y el desarrollo económico y social de nuestros pueblos. Y quien mejor supo exponer este axioma fue el propulsor del milagro económico chino, el presidente Deng Xiao-Ping, quien inmortalizó brillantemente esta enseñanza con la siguiente metáfora: “No importa que el gato sea blanco o sea negro; mientras pueda cazar ratones, es un buen gato”.
(Ernesto Jiménez / El autor es economista y comunicador).